Estaba completamente afligida, triste, hundida, perdida… Sentía que quería desaparecer. Morirse. Esas eran las palabras exactas. Abandonar. No seguir. Cualquier cosa que antes la hubiera hecho feliz, ahora era nada, insignificante, absurda y banal. Estábamos juntas, la una al lado de la otra y la veía así, llorar, indefensa, caer al suelo, llorar desconsoladamente.. Traté de consolarla abrazándola, rodeándola con mi cuerpo, tratando de transmitirle calma y paz con el contacto, callando, estando en silencio pero ahí… Y no paraba de llorar. “No sé qué puedo hacer por ti…” le dije. “Bueno, sí. Puedes acompañarme a yoga, ¿quieres?”. Aceptó. Llevaba meses diciéndole que debía probarlo, venir un día a clase, pero hasta ese día, nunca se animó.
Este es el tipo de cosas que a veces podemos hacer por los demás. Darle lo que sabemos que funciona, compartir aquello que nos va bien, que nos ayuda… Aquel día, tras la clase, ella se sintió mejor.
El yoga ayuda a aquietar la mente para observar y discernir. Contemplar, meditar, reflexionar y conseguir detener (o apaciguar) las fluctuaciones mentales. Llegas a conectar contigo mismo, acogiéndote en cualquier circunstancia en la que estés.
Hoy en día el yoga está muy de moda. Todos lo practican, todos se creen sabios en el arte de esta práctica, se postean cientos de fotos bonitas en Instagram logrando poses acrobáticas… Bueno, es y no es eso. Es mucho más diría. Es más bien lo que no se ve, lo que uno siente, lo que uno cree y como uno crece, lo que en uno se transforma, con el tiempo, con los años, casi sin darse cuenta, imperceptible a veces pero causando grandes y admirables cambios en quienes lo practican a conciencia.
Ya dije que es importante encontrar tu ritmo, tu práctica cómoda, adecuada a ti, tus necesidades, tu cuerpo… A veces por ejemplo nos obligamos a forzarnos demasiado en posturas de equilibrio, invertidas, tratamos de ser exigentes con nuestra flexibilidad… y simplemente, nuestro cuerpo no tiene esa capacidad de apertura, de flexión, de lo que sea… Hay que conocerse y aceptar que cada uno tiene sus propios límites. Yo soy la primera que deseo hacerlo todo rápido y bien-perfecto-sublime… pero con el paso del tiempo, con la práctica diaria, aprendes a tener paciencia (sí, lo logras, os lo dice toda una impaciente) y de repente te despiertas un día y descubres que en tu práctica, eres ya capaz de sostenerte sobre la cabeza en Shirshasana y de ti solo salen que sonrisas y satisfacción. Pero quizá eso surja cuando hayas dejado de obsesionarte con los logros y simplemente te hayas dejado fluir…
Cada uno a su debido momento, cuando está listo, cuando su cuerpo lo siente y lo permite. Se pueden tardar meses, años o no llegar nunca hasta ahí porque quizá tu cuerpo, no pueda, no lo necesite, no lo sienta. No hay que forzar. Hay que cultivar paciencia, mucha paciencia… Y no soy ninguna gurú, por favor, simplemente leerme por el interés que podáis tener en conocer mi experiencia pero entendidos hay muchos y no soy yo precisamente!
.
Foto: Anna Alfaro
Más sobre mi experiencia con el yoga aquí